El alma de la Iglesia es el Espíritu Santo que mora en ella: Espíritu de Amor. El Señor fundó su Iglesia como una sociedad unida por la argamasa del amor: "Amaos unos a otros como Yo os he amado" "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos…" Si la Iglesia se convirtiera en una sociedad perfecta, sin defectos aparentes, que funcionara como un reloj, pero le faltara amor, no sería una Iglesia viva, al no estar animada por el Espíritu Santo, al no estar vivificada por el amor a Dios y a los hermanos.
"En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros". Así el distintivo de la Iglesia ha de ser el amor: amor entre sus miembros y amor a Dios que rebose en amor a todos los hombres, especialmente a aquéllos que más sufren en su espíritu o en su cuerpo, como expresión de nuestro amor a Cristo martirizado por nuestro amor.
Si bien nadie se puede salvar fuera de la Iglesia, sin embargo, muchos que están físicamente fuera de la Iglesia, están, sin embargo, dentro del alma de la Iglesia, están espiritualmente incorporados a la Iglesia. Además del bautismo visible existe un bautismo invisible – bautismo de deseo – por el que una persona puede pertenecer a la Iglesia sin que así parezca externamente.
Y un bautismo de deseo implícito, tienen, quienes, perteneciendo a otras religiones distintas de la católica, llevan una vida honesta, fiel a las voces de la ley natural impresa en sus corazones, fiel al amor de Dios y del prójimo, y fiel a lo que ellos creen ser la religión verdadera, aunque, objetivamente, estén en el error, pertenezcan a religiones falsas, o sólo parcialmente verdaderas.
Y así, aunque no pertenezcan al cuerpo de la Iglesia, incluso aunque no conozcan a Cristo conscientemente, puesto que están incorporados al alma de la Iglesia, puesto que son fieles a Cristo inconscientemente, al ser fieles a la voz que habla en su conciencia, al dar de comer a sus hermanos hambrientos (…), oirán la voz de Cristo que les dirá: "Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer…", es decir se salvarán.
Y, en cambio, otros que no pertenecieron más que al cuerpo de la Iglesia, cristianos infieles a Cristo, oirán las terribles palabras: "Id malditos al fuego eterno…porque tuve hambre y no me disteis de comer…", es decir habiendo pertenecido al cuerpo de la Iglesia no se salvarán.
En este sentido citamos de la inspirada obra de María Valtorta este fragmento: "En efecto, todo aquél que obre con recta conciencia siguiendo los dictados de la ley moral, demuestra tener una alma naturalmente cristiana, abierta al Bien y a la Verdad, y Jesús, muerto para que los hombres tuviesen la vida eterna – los hombres de buena voluntad – será su justificación. Porque todos los que, aun sin el conocimiento de Dios que tienen los católicos, creen firmemente que hay un Dios, un Dios justo, próvido y remunerador de todo cuanto uno ha merecido, pertenecen, por la caridad que hacia Él sienten, por la caridad y la justicia que tienen para con su prójimo y para consigo mismos, por su deseo de Dios y por la contrición perfecta de las culpas que hubieran podido cometer, al alma de la Iglesia".
Y el concilio Vaticano II (Lumen Gentium, n. 14) deja todo esto meridianamente claro. Así refiriéndose a los miembros honestos de otras religiones afirma: "Pues quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna". Y, por contra,"No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad (en el amor), permanece en el seno de la Iglesia "en cuerpo", mas no "en corazón". Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad".