¿Existe el Infierno?

«Vivo inmersa en la Santísima Trinidad… no se sí podré explicar lo que siento. Me siento de tal manera sumergida en Dios, adherida a Él, que su presencia es como un fuego que me quema, que no tolera lo que se opone a su infinita santidad. Comprendo en forma intuitiva lo que ha de ser el Purgatorio y el Infierno…» (7 Julio de 1977).

En el Cielo veremos tal cual es, cara a cara, a Dios, que es Bien Sumo y Amor sin medida (Catecismo nº 1023): Nos dice S. Juan en su primera carta (I Juan, 3, 2) «Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es». Ahora bien, como nos dice el mismo S. Juan, Dios es Amor, por lo que podemos afirmar que al ser, en el Cielo, semejantes a Él estaremos en un estado de bienaventurado amor, de amor perfecto:

Podemos imaginar los más sublimes amores de la Tierra, los que más nos han colmado de felicidad, el amor a los hijos, el amor más elevado, más enamorado de este mundo y multiplicarlo en un grado inexpresable, y pensar que durará para siempre, y aún no tendremos mas que una vaga idea de la bienaventuranza del Cielo («Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman»- 1 Co 2, 9): Pensemos que este amor sea plenamente satisfecho y sin mezcla de ningún mal y con todos los bienes imaginables, y aún tendremos sólo un pálido bosquejo de la eterna felicidad en Dios.

Pensemos en estar con la persona más pura, más bella, más perfecta, más amante, más sabia y más poderosa y que ella nos ame indeciblemente, y no podremos describir lo que es estar viendo a Dios, infinito en todas sus perfecciones, ante quien palidecen todas las creaturas y que nos mira con infinito amor. Pensemos en la paz que hemos experimentado al obrar bien y multipliquémosla por una cifra inimaginable y no podremos sino rozar lo que será la paz bienaventurada del Cielo, que además sabremos que nadie nos podrá quitar, que durará para siempre.

Algunos santos nos han dejado por escrito sus ansias por ver a Dios, por estar en el Cielo, para lo cual deseaban morir: Así Sta. Teresa en una poesía nos narra sus sentimientos:

«Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero
 Que muero porque no muero
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
Porque vivo en el Señor,
Que me quiso para sí:
Cuando el corazón le di
Puso en él este letrero
Que muero porque no muero«…

Y, en nuestros días, una mujer que vivió y murió santamente, Mº Benedicta Daiber, nos narra en sus escritos íntimos (25 Marzo de 1978): «Anhelo morir… para pertenecer ya definitiva y eternamente a mi Dios…Cuando tú lo quieras, sí, cuando tú lo quieras…y ojalá quieras que sea pronto…

Es tan intenso lo que siento que comprendo que, si esto va en aumento – si Dios no sostiene al alma – el ser humano no lo puede resistir. Como cuando el sol embiste con toda su fuerza una pobre gota de agua, ésta se evapora…Me siento deshecha y de tal manera embestida por Dios que no sé cómo soportarlo, al mismo tiempo que me siento sostenida por Él, por mis Tres (la Santísima Trinidad)…Siento casi físicamente el abrazo divino y cómo me aman…¿Puede una frágil criatura comprender lo que significa ser amado de Dios, puede experimentarlo sin morir? Si no muere, es porque Dios la sostiene y nada más…».

Vamos al Cielo directamente cuando morimos si no tenemos que purgar ningún pecado y morimos en la gracia de Dios: Catecismo de la Iglesia Católica nº 1023: «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf 1 Co 13, 12; Ap 22, 4)».

Nos dice el nº 1026 del Catecismo que «el Cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él (a Cristo)» y en el nº 1027: «Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación»: No puede ser de otro modo, si Dios es amor, todos los bienaventurados del Cielo se aman perfectamente en Dios, y nos dice el Catecismo que forman una comunidad y están en comunión con Dios y entre sí.

Y prosigue el nº 1027 del Catecismo: «La Escritura nos habla de ella (de la bienaventuranza) en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman»(1 Co 2, 9)».

Si los bienaventurados forman una comunidad y se comunican entre sí y si después de resucitados estarán en el Cielo también con su cuerpo (aunque con las características de los cuerpos gloriosos), puede entenderse que además de un estado – el estado de bienaventuranza – el Cielo es también un lugar (lugar en un sentido «análogo» al sentido que damos en este mundo a esta palabra), lugar en que se comunican entre sí. Aunque más importante es que el Cielo es un estado de infinita felicidad (si nuestro estado fuera insatisfactorio, de nada valdría que el lugar fuera maravilloso).

Las revelaciones privadas antiguas nos hablan de visiones del Cielo como un lugar de felicidad maravillosa: Así en las Florecillas de S. Francisco de Asís se nos narra que un fraile tiene en sueños una visión del Cielo en que ve un lugar con muros transparentes y habitado por bienaventurados vestidos gloriosamente.

Más recientemente en las apariciones de la Virgen en Fátima (1917), el 13 de Mayo según nos narra Lucía, (la niña entonces, a quien junto con otros dos niños se apareció la Virgen y que hace poco falleció y que vivía en un convento de clausura en Portugal), preguntan a la Virgen los pastorcillos: «-¿Está María de las Nieves en el cielo? – y responde la Virgen:-Sí, está. (Tenía cerca de dieciséis años) – ¿Y Amelia?: -responde la Virgen. – Pues estará en el purgatorio hasta el fin del mundo» (Me parece tenía entre dieciocho y veinte años)».

Y más próximamente, en las apariciones de la Virgen en Medjugorge, (que tienen lugar a partir de 1981 y que aún no han sido aprobadas oficialmente por la Iglesia, si bien las ve con simpatía) algunos de los jóvenes videntes tuvieron la experiencia de ser transportados al Cielo, además de al Infierno y al Purgatorio:

El día 1-X-1983, la Virgen mostró el Cielo a todos los videntes excepto a Iván: Vicka, una de las videntes lo describe así – después de recordar que las palabras de S. Pablo «ni ojo vio, ni oído oyó…» «que lo dicen todo» – : «Se trata de algo maravilloso e indescriptible. Todo está lleno de una luz espléndida, de personas, de flores, de ángeles. Todo está colmado de una alegría indecible. Mi corazón estuvo a punto de pararse viéndolo de tan bello que era (las personas se paseaban, cantaban, hablaban, no eran ni delgados ni gruesos, tenían vestidos largos, rostros llenos de felicidad).»Ivanka, por su parte, vio en el Cielo a su madre y a otra persona conocida.

La felicidad del Cielo es eterna, los bienaventurados están confirmados en gracia y no pueden ya pecar: véase nº 1029 del Catecismo: «En la gloria del Cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios en relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él «ellos reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5; cf Mt 25,21.23).»